Ciertos recuerdos permanecen indelebles no solo en mi mente, sino en también mi alma. Como el inolvidable desayuno de la abuela. Es una estampa que regresa a mi con la melancolía de un tiempo ido, pero con la calidez de un hogar.
Aún conservo como el primer día la imagen del chisporroteo suave de la cocina a leña y el reconfortante vapor del aromático café con leche ascendiendo, perfumando cada rincón de la casa. Los tesoros desplegados por la abuela sobre la mesa de madera: el pan casero, con su corteza crujiente y miga esponjosa, la delicada manteca que se extendía con facilidad, y los protagonistas indiscutibles: el chorizo seco de la carneada y las finas fetas de jamón.
Cada alimento era un testamento viviente del arduo trabajo familiar. Recuerdo al abuelo, a mis padres, a mis tíos y a todos mis primos, sumergidos en un fin de semana cargado de actividades para concluir la carneada en dos o tres días, organizados en una orquestación perfecta para asegurar que no se perdiera ni una sola hora de trabajo de la semana laboral.
Por eso, el desayuno era la recompensa, el momento de comunión donde el cansancio se transformaba en satisfacción, y el sabor de la comida casera se mezclaba con el inquebrantable lazo de una familia unida. Esos son los sabores y los lazos que atesoro con tanta nostalgia en estas horas de mi vida, en que también soy una persona mayor.
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